Todos alguna vez vimos una partitura.
Lamentablemente en la educación argentina, tanto pública como privada (excepto casos puntuales) la educación musical es parte de un relleno curricular.
En mi paso por el colegio tuve dos maestros de música apasionados por su trabajo, uno un gran concertista de guitarra y otro, un soñador que formó un coro e intentó que cantáramos algunas canciones.
Su pasión, podía percibirse en el aire. Su profundo amor por la música era imposible de disimular y como no puede ser de otra manera, era contagioso.
Eramos un grupo muy pequeño de alumnos que disfrutábamos legítimamente de esas clases y por supuesto, no duraron. Antes y después de esas dos experiencias puntuales fue relleno y más relleno, desidia, desinterés, falta de pasión y por supuesto, eso también era contagioso.
Tocar toc-tocs, triángulos y flautas dulces eran las mayores aspiraciones que podíamos tener al asistir a música. Saber lo que era un pentagrama, las notas y las figuras y hasta ahí. Como si el universo musical se limitara a la “percusión” y “los vientos” con 3 simples y rudimentarios instrumentos de madera, metal y plástico que podían comprarse en una librería, como parte del conjunto de útiles escolares ó podían fabricarse a partir de un palo de escoba viejo cortado a sierra.
De esos dos maestros apasionados algo quedó y si bien no recuerdo sus nombres si recuerdo que me generaron inquietudes y esas inquietudes me impulsaron a empezar a buscar un coro a mis 16 años. Lo demás es historia para la gente que me conoce pero para los que no, podría resumirse en que la música y el canto son una parte indivisa de mi ser, son como una pierna ó un brazo; y los años que me privé de ella para estudiar otra cosa fue como andar por la vida sonámbulo, sin rumbo, enojado, frustrado.
Lo que está en la foto es una partitura y si bien todos saben medianamente de qué se trata, posiblemente ignoren el significado que tiene una partitura para un cantante.
Cada partitura encierra en sí muchas historias. Historias del compositor, historias de ficción, historias verdaderas, medias verdades y principalmente mucha, mucha pasión.
No hay un sólo cantante de pura cepa que no sienta al tener en sus manos una partitura nueva, una gran emoción. Es como abrir un regalo misterioso.
Y al interpretar los primeros compases nos convertimos en esas historias, nos transformamos en mendigos, en payasos, en caballeros, en damiselas en apuros, en madres sufrientes, en padres celosos, en condes, en condesas, en reinas, en soldados, en traidores a la patria y por supuesto, nos convertimos en algo más que nosotros mismos.
Porque cuando encarnamos un personaje, dejamos de ser nosotros para ser una inspiración, dejamos de lado nuestros miedos para convertirnos en amor, en furia, en deseo, en tristeza y por supuesto también nos convertimos en alegría, en emoción, en llanto y en risas.
Somos un álter ego del compositor, de los personajes y de nosotros mismos. Nos perdemos en las letras, nos fundimos en violines, en chelos, en violas, en pianos, en fagots, en clarinetes, coqueteamos con clarines y perecemos ante los implacables tambores.
Somos coloraturas, somos acordes, somos besos, somos puñaladas, somos carcajadas simuladas, somos juglares y damos serenatas. Asistimos a misa, enfrentamos a dioses y demonios, luchamos contra tiranos ó nos convertimos en ellos, abrazando que hubo, hay y habrá maldad, amor, desencanto y engaños.
Y engañamos con gusto, porque en ese engaño logramos que alguien más crea en eso que nosotros creemos y se fundan con nosotros en esa historia original; modificada por el tiempo, por las personas nuevas que las volvemos a encarnar.
Y en ese engaño nos engañamos a nosotros mismos, creyéndonos todos los personajes a los que les robamos los zapatos, los harapos ó las pieles porque somos ellos y ellos también son nosotros. Engaños preciosos, engaños impíos que leemos, que sentimos, que aprendemos, que revivimos; de esos hermosos tesoros en papel.